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Frío

por Darío Quijano Cal y Mayor



Fue en el año 321 del calendario Estetiquiano impuesto por el Nuevo Orden Bello, cuando frente al Comité Preservador de lo Estético, Juan José Buenrostro hubo de despedirse de la vida.

—Juan José Buen… Buen… ¡ah! No puedo, es ignominioso, no merece cargar con ese nombre —El juez se roció con alcohol las manos y luego el semblante—. Se le ha declarado culpable de fealdad, con los agravantes de falsedad, fraude y daño moral a sus allegados. ¿Tiene algunas últimas palabras?

El sentenciado tragó saliva a duras penas, la soga le apretaba el cogote, justo en la línea donde el tono de su piel cambiaba. Frente a él, su rostro: esa es mi cara, ese soy yo, pensaba, con los ojos clavados en la máscara que portó desde la infancia.

—Consejeros de mi bello imperio, les suplico por última vez me dispensen por las mentiras, pero esa cara que ven ahí soy yo, no la que tienen frente a ustedes. Como dijo un hermoso poeta alguna vez: Yo soy otro. Juro en nombre de la sensualidad y la estética, que las acusaciones son falsas, pues, cualquiera de nuestros pulcros compatriotas a quien privaran de su propia piel, luciría espantoso…

—¡Patrañas, monstruo! —intervino el segundo al mando—. Lo que tú usabas era una máscara, ¡una falacia de piel muerta!

—Es correcto —añadió el tercero—. Además, tus facciones malnacidas representan el cero punto cero, cero… uno por ciento de nuestra estirpe depurada. De acuerdo con la Carta Magna, cualquier criatura con características físicas que no represente por lo menos el uno por ciento de la población deberá morir para preservar la gracia genética.

              El verdugo, con un cigarro pendiendo de sus labios rosas, soltaba el humo por la respingada nariz. Disfrutaba esos instantes en que le rozaba los ojos y dejaba de ver al condenado.

         —Ya oyó, Juan José Buen… Buen… ¡Diga sus últimas palabras y líbrenos de este castigo!

        Buenrostro suspiró, la piel recién expuesta le ardía bajo los rayos solares.

      —Bien —masticó las palabras antes de seguir—… Primero que nada, agradezco a mi hermosa madre, que en paz descanse, por haberme hecho Yo. Si ella no hubiese robado ese rostro hermoso de su paciente difunto y me lo hubiese aplicado con cirugía cuando era un pequeño, no habría podido vivir dieciocho magníficos años con nueve meses. En segundo lugar, le doy gracias a Bárbara, Beatriz, Dulcinea, Lola, Laura, Isabel, Martha, Virginia, Milena, Sofía, Anna, María, Simone…

         —¡Eres un blasfemo!

        —… entre otras, por haberme fornicado el día en que cumplí la mayoría de edad en posiciones dignas de ser esculpidas. Esos cuerpos de hielo… fríos y que a la vez me quemaban, ¡oh! Haberlos tenido en mis manos, en mi miembro, en la punta de mi lengua, fue lo mejor que me pudo haber pasado.

  —¿Algo más? —inquirió el juez tan harto como el resto.

—Sí. Reitero que yo, Juan José Buenrostro, soy ese que está en el piso, no este despojo infrahumano que hicieron de mí. Si han de darme muerte, quedará en sus conciencias que arrancaron de la vida a un flamante joven y, lo que es peor, me deformaron. Eso es todo.

          Con la mano sobre la soga, el indiferente asesino pisó su colilla, saboreando lo que en segundos sería un trabajo bien cumplido.

—¡Alto! —Un sirviente entró jadeante al patíbulo—. Se-señores… te-tenemos un pro-problema…

       La puerta entreabierta por la que se coló gritando se abrió en dos, estrellándose contra los muros. Una marcha iracunda de cerca de cien jovenzuelas despampanantes con bebés en brazos, algunos gemelos, unos incluso trillizos, inundó el patio. El juzgado corroboró su mayor temor al asomarse en los rebozos y ver a los niños de padre innegable.

—¡Venimos a que se deshagan de estos monstruos! —soltó esta.

         —¡Sí! ¡Mátenlos! —agregó aquella.

         —Cómo pudo esto gestarse en mi vientre —sollozó otra.

El tercero al mando picó con frenesí las teclas de su calculadora antes de susurrarle al primer juez en el oído:

          —No podemos matarlo, señor, sería inconstitucional. Ya son población representativa…

          —¡Por la bellísima creadora de todo lo hermoso! —se quejó, frunciendo el ceño.

El mandamás bajó la cabeza y caviló un rato, ignorando los reproches femeninos y a los ministros. Por fin agregó hastiado:

—Juan José, usted hará la de padre de estos críos siempre y cuando tanto ellos como usted se sometan a la más rigurosa cirugía plástica, así como a la esterilización. Eso es todo —Con el martillo golpeó la mesa.

              A mitad de la sinfonía de madres quejumbrosas, el acusado cayó de rodillas, una vez cortada la soga, y se aferró a su máscara de carne. Seré yo de nuevo, sonrió, mostrando una curva sin labios.







Darío Quijano Cal y Mayor

(Ciudad de México, 1997)


Es licenciado en Comunicación con especialidad en periodismo por la Ibero. Actualmente estudia la maestría en Apreciación y creación literaria en el Centro de Cultura Casa Lamm. Publicó su primera novela, Las dos caras del fuego, en el 2015, que presentó en la FIL Guadalajara del 2016. También trabajó en la redacción de IBERO 90.9 y en la Revista Inmobiliare, además ha publicado textos en medios como Universo de letras UNAM, Entre Ladrillos y la Revista Hispanoamericana de literatura, entre otros.






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