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Cortázar a Mediodía por José Antonio Millán

José Antonio Millán Márquez



Te esfuerzas para mirarlo desde otro ángulo sin que se te note, por eso que llaman la compostura. Estiras el cuello y haces como que te inclinas hacia el suelo para coger algo que se te ha caído. Cuanto más lo miras, más seguro estás de que el hombre que está de espaldas en la mesa del fondo, justo bajo la lámina en blanco y negro del puente de Brooklyn, es Julio Cortázar. Al principio te extraña un poco, claro. Qué va a hacer aquí, en esta cafetería del Aljarafe, tan lejos del Buenos Aires de su juventud y del París adoptivo de su madurez. Lo de que lleve casi cuarenta años muerto también debería disuadirte, por eso te fijas otra vez, más despacio: El pelo negro y largo hasta cubrirle la nuca, más abajo del cuello de la guayabera caqui, el perfil de la barba espesa y desordenada, que adivinas cuando se gira un poco para cambiar el cruce de las piernas y se recuesta aún más en la silla de lona, con la espalda un poco encorvada, las manos huesudas sujetando un libro o un cuaderno pequeño a la altura del pecho. Y sabes que, en efecto, es él. Y te parece curioso que haya escogido para salir esta mañana esa apariencia que fue tomando en torno a sus sesenta años, como de viejo guerrillero montaraz o de capitán de barco ballenero. Te acuerdas de las fotos que has visto de él, en las portadas y solapas de sus libros de cuentos, para completar lo que ahora mismo no puedes ver: el poblado entrecejo, el ceño fruncido de los que siempre parecen estar mirando más adentro que los demás, hacia el fondo de las cosas; los ojos orientales, que se entrecierran para protegerse del humo de su eterno cigarrillo. Incluso en las fotos en las que no fuma, siempre tiene cara de estar fumando.

Llevas un rato aguantando las ganas de orinar, hipnotizado por la presencia, improbable, pero cada vez más inequívoca, de Julio Cortázar tan solo a unos metros de ti. Al final no tienes más remedio que ir al servicio, pero una vez cumplido el trámite vuelves a toda prisa a tu mesa, para comprobar, decepcionado, que la de Don Julio está vacía. Durante unos segundos crees que la oportunidad de cruzar unas palabras con un personaje de esa magnitud se ha perdido para siempre, como se perdieron las lágrimas aquellas bajo la lluvia, o el carro de Manolo Escobar. Pero no. Te basta un vistazo rápido a tu alrededor para descubrir que el escritor se ha mudado algunas mesas a la derecha, quizá por estar más cerca de la luz del ventanal. Luego piensas que la mudanza quizá se deba a un motivo más elaborado, que Don Julio, como en muchos de sus cuentos –ahí están Continuidad de los parques, Con legítimo orgullo o La isla a mediodía,– siente predilección por las trayectorias circulares y los finales sorpresa, y que en realidad está tratando de trazar un arco amplio por la cafetería, solo para aparecer a tu espalda, y deleitarse con tu desconcierto cuando descubras que en realidad no es quien creías, sino tu yo (mejor dicho, tu tú) de sesenta años, o tal vez un señor de Carrión de los Céspedes que ha quedado con su yerno para ayudarle a montar el toldo del patio.

En esa mesa te cuesta más verlo. Entre él y tú hay ahora una reunión de cinco o seis personas, en torno a un pelirrojo que no para de reírse de forma estentórea, hasta el punto de que el propio Cortázar acaba por reaccionar a su proximidad, aunque no haya nada severo en esa reacción. Entre el bosque de brazos y piernas, y dentaduras, y vasos vacíos y cáscaras de cacahuete, aciertas a ver el rostro hirsuto, las profundas ojeras refugiándose ahora tras sus inconfundibles gafas de montura negra, una sonrisa indefinible que le nace en los ojos, un gesto de indulgencia hacia el ruido y la fiesta. Luego se gira, te da la espalda de nuevo y recupera lo que en la distancia se adivina como una lectura superficial y ociosa del pequeño volumen que sostiene en las manos. Así pasa una media hora, que tú empleas en tomar un segundo café y una caña de cerveza, y a rumiar qué vas a decirle cuando te decidas por fin a caminar hasta donde está. Qué se le puede decir a alguien así.

En la mesa del pelirrojo todos se levantan de repente, obstaculizando por completo tu visión. Hay movimiento de sillas, y despedidas ruidosas, y camarera morena con mandil y datafono. Luego, poco a poco, el pequeño tumulto se deshace, camino de la puerta de salida. Cuando el último de ellos ha dejado el local, y puedes concentrarte de nuevo, la mesa de Don Julio vuelve a estar vacía. El sol, en lo más alto a esa hora, atraviesa el cristal del ventanal, creando aberraciones y caprichosas formas de luz que se estrellan en las mesas y sillas deshabitadas, y en los baldosines del suelo. Alarmado, vuelves a mirar a izquierda y derecha, seguro de que Cortázar está a punto de completar su maniobra, de sorprenderte por la espalda y de demostrar así la continuidad de los bares. En esta ocasión, sin embargo, te descubres solo, el único cliente del bar enorme y desolado, inundado violentamente por la luz.

Dejas unas monedas sobre la mesa y sales aturdido a la calle. Tardas un poco en darte cuenta de que no arrancas porque aún esperas algo, no sabes qué. Una señal, un guiño, una especie de firma. Quizá alguien que viniera a contarte dónde se ha visto el tigre esta mañana. O mejor, unos recuadros con números pintados con tiza sobre la acera. Algo que te diga que él estuvo ahí, que no se trató de una broma de la luz al lanzarse desde las alturas hacia más allá de los cristales. Creíste por un momento que era Cortázar a mediodía.








Nace en Benacazón (Sevilla) en 1975. Perteneció durante diez años a Atarazana Teatro y ha dirigido la Agrupación Teatral Celada. Coordinó durante cinco años el Club de Lectura de Benacazón y codirigió la revista cultural digital Pandora. Vocalista en el grupo de rock La Mala Hierba.

Como escritor ha participado en “Antología de relatos” (Jamais, 2001) y “Nueve relatos en corto” (Aznalqué. 2009), así como en Telegráfica, la ya extinta revista semestral de la editorial Maclein y Parker. En solitario, ha publicado el volumen de cuentos “Secretos ibéricos. Relatos, con minúscula, de lo divino y lo urbano” (Bubok, 2013), y “La piel del mar”, su primera novela (Maclein y Parker, 2016). Actualmente está terminando su segunda novela y varios textos de teatro juvenil; y publica con regularidad en su blog personal, “De lo divino y lo urbano” (de-lodivinoylourbano.blogspot.com), de donde está extraído el texto presentado a la presente convocatoria.







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