Carlos Azar Manzur
Siempre he creído que la Torre Eiffel es como la poesía: no sirve para nada. Por eso es de mis lugares preferidos. Junto a El mercado del puerto en Montevideo (quisiera morir ahí) y El rincón de la lechuza (lo más parecido a una nave nodriza). O quizá junto a Santa María Tonantizitla y los asados de Rodrigo Puchet y de mi hermano. Tal vez se deba al caligrama de Apollinaire, o al cine que se ha empeñado en demostrarnos que no importa qué ventana parisina se abra, sin duda servirá de marco para la Torre, o, tal vez, sea porque nunca pudo convertirse en estacionamiento de dirigibles como bien imaginaron O’Gorman y Gustavo Montiel. Pero siempre he creído que la Torre Eiffel es como la poesía: parece que pide perdón por sentirse fuera de lugar. Por eso me gusta tanto. Iba a ser desmantelada a los 20 años, pero aquí sigue. Entre los proyectos que compitieron contra ella, había una guillotina gigante. La pintura que la restaura cada siete años pesa como diez elefantes. Siempre he creído que la Torre Eiffel es como la poesía: hoy sirve como faro en una ciudad a la que no llegan los barcos y los aviones tienen prohibido sobrevolar. Hitler no quiso subirla porque la resistencia francesa había cortado los cables del ascensor. Luego le pidió a von Choltitz que la demoliera junto al Teatro de Ópera (antes del plafón de Chagall) y al Museo del Louvre (Lejos de la pirámide de cristal). El general no cumplió la orden (Hay directores de cine que creen que incluso se puso a cantar). Siempre he creído que la Torre Eiffel es como la poesía: fragmentada (como si se creyera moderna o se olvidara de algo), es una A que recuerda a un puente que no tiene aes, es un libro de Pérec sin la letra E que, al traducirse al español, perdió la A. Por eso me gusta tanto: me gustaría tocarla, pero, al verla, me dan ganas de llorar.
¡Tu escrito está a todas márgaras!