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Gabriela Salgado

Libre

Las historias se rompen. O se gastan con el uso o se abandonan.

Con el tiempo, la historia o el recuerdo pierden el poder que tenían.

Con el tiempo, te conviertes en otra persona.

Solo cuando la miel se convierte en polvo quedas libre.

Rebecca Solnit

 

 

Piensas que el comienzo de una estación marca una etapa diferente en tu vida a pesar de la monotonía y la rutina diaria, incluyendo la de los domingos. Da igual. Crees que es el inicio de algo y decides hacer una limpieza profunda del departamento. Empiezas. Te das cuenta de que estos nuevos inicios han hecho que cada vez el ritual sea más rápido y frío: sabes elegir lo que necesitas, lo que usarás y lo que no; ya te desprendes fácilmente de lo que ha cumplido su tiempo a tu lado. Encuentras una caja de plástico, esa en la que siempre piensas cuando quieres guardar algo; lleva cerrada tanto tiempo que no sabes qué guarda. Te convences de que hay que tirar su contenido y darle un mejor uso.

       Abres la caja, te sientas en el piso y empiezas a sacar cosas: velas de noche (según el empaque) que decides conservar por si se va la luz, la linterna que sabes que tienes pero nunca encuentras, pilas recargables que ya casi no usas, la llave inglesa que te prestaron, unas llaves que no sabes qué puerta abren, una extensión que guardas por si acaso, un multicontacto que tampoco sabes cuándo pueda hacer falta, el camino de mesa artesanal que creías perdido y una bolsa que contiene los controles para una consola de videojuegos: el regalo de navidad que nunca llegó a su destinatario.

      Terminaste con E y perdiste la noción del tiempo; ya no sabes si es una ruptura cercana o lejana. Miras con cuidado el empaque, está en perfecto estado, todavía tiene el precio. Tus pupilas se transforman en un símbolo de pesos. Creíste en el amor de E como si fuera único; después entendiste que todas las relaciones y cada amor son únicos. Al final, tu historia con él no fue tan especial; tuvo ese gran pico de euforia en el que destaca todo lo bueno del otro: quién es, qué hace, qué le gusta, las salidas, los conciertos, el restaurante favorito, la canción que hacen suya y la confianza de que estarían juntos siempre.

        La casa está limpia, tiene lo justo y necesario; eso y los controles. Prendes la computadora, abres el navegador, entras al sitio de la empresa de comercio electrónico de confianza y seleccionas la opción “vender producto”. Después de que todo parecía perfecto con E, vinieron las clásicas peleas de pareja ¿En qué momento te enseñan cuáles son clásicas? ¿Qué tipo de peleas no son clásicas? Ahora es indistinto. Seguramente, la suma de discusiones, algunas normalizadas, fueron sacando a flote sus verdaderas personalidades. El sitio te llena de preguntas: categoría, videojuegos y consolas; que si el producto es nuevo, sí; que si ofreces garantía, le vas a poner que sí aunque no estés segura; que si aceptas los términos y condiciones, sí. E era egoísta, su obsesión por él lo hacía obviar de la manera más mezquina al mundo; posesivo, todo se tenía que hacer en pareja, y materialista, según su manera de ver las cosas, el cariño se medía en cosas materiales. Además, E no se creía digno de nada ni nadie, pero a la vez nadie era digno de él. ¡Tremendo dilema!

      Te descubriste egoísta, sí, pero también fuiste capaz de dejar a un lado tus deseos para ayudarle, sentías que era lo que tenías que hacer, pero ¿querías hacerlo? Buscas el precio del mismo tipo de controles; estos son una edición especial, así que decides darlos incluso más caros que los de las tiendas autorizadas. Pruebas suerte. Que si quieres ofrecer envío gratis, sí; que si le quieres pagar a la dichosa empresa para que promocione el producto, sí, si eso va a hacer que los vendas más rápido. Tu producto ha sido publicado; descarga la aplicación en tu celular para recibir notificaciones. Te descubriste sumisa y sabías que eso no era lo que esperabas para ti; no querías su indiferencia ni su frialdad que, a veces, caía en la grosería de hacerte sentir el objeto que estaba ahí para solucionar sus problemas. Los dos estaban cansados; tú lo estabas más. El capitalismo gana de nuevo. Descargas la aplicación.

     Han pasado algunos días desde que pusiste el producto en venta y por fin llega la ansiada notificación: “Vendiste controles para consola”. Al día siguiente, te levantas temprano, imprimes la etiqueta para hacer el envío, buscas lo que sea para empacarlos, les deseas buena suerte y los llevas al correo. No recuerdas detalles de la última vez que lo viste; te sentías incómoda y querías que todo terminara. Le dijiste lo decepcionada que estabas, lo cansado que te resultaba lidiar con su egoísmo y negatividad. A su lado había algo que no te permitía ser quién realmente querías: “Parece que estás embarazada con ese vestido”, “Si te haces ese corte de cabello, con una parte de la cabeza afeitada, te verás vulgar y no me vas a gustar tanto”, “¿no crees que está muy grande ese tatuaje? Me va a dar impresión tocarte” “¡No es cierto, es una broma!” “Me caes mal porque te molestan mis chistes”… Él nunca te daba su aprobación para ello; pero no la necesitabas. No lo necesitabas. Agradeció tus palabras; no sabes si fue mera cortesía o si fue tan egoísta que no se dio cuenta que lo hacías por ti y no por él. Llegas al correo, dejas el paquete en el mostrador; el empleado lo recibe y lo pone en una caja junto con otros. Fin. Sales del edificio. Reconoces que aquella noche, cuando dejaste a E con su mirada vidriosa, solo habías sentido alivio. Hoy, te sientes libre.

Gabriela Salgado

gaby salgado.tif

Mexicana residente en Argentina. Paleontóloga cuarenta horas a la semana y estudiante de Letras en la Universidad Nacional de La Plata. Aunque la mayoría de sus publicaciones son artículos científicos y resúmenes para congresos que tratan sobre las cicatrices del tiempo en conchas fósiles de caracoles marinos, ha publicado en la revista SoM; también escribe en un blog de su autoría sobre moluscos y fósiles en mitos, religiones y arte.

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