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Escritora mexicana nacida en el año de la caída del Muro de Berlín. Maestra en Relaciones Públicas. Periodista cultural y colaboradora en la Revista Sputnik. Social Media Manager independiente. Feminista. Su trabajo literario ha sido publicado en diversas revistas nacionales y antologías.

Mónica Castro Lara

Tiempo de amapolas

No vayas para allá, hazme caso. No vayas para allá. Escucho su tono impositivo mientras me pongo el sombrero de crochet de colores que tanto odiaba. No lo hago con la intención de molestarla, sino porque además de ser una tarde soleada, quiero contrastar un poco este vestido negro que me fastidia. No me malinterpreten, me gusta el color negro pero, tener que usarlo por obligación y porque no hay forma más directa de predisponer a la gente y hacerles saber que estás de luto, me molesta; no tengo tantos atuendos negros y con las cosas como están tendré que ponerme creativa durante todo el año.

      Procuro salir de casa sin ser vista; con seguridad, mi padre y tíos seguirán discutiendo. Despacio, cierro la puerta para que el viento no la azote y me dispongo a caminar por un largo rato hasta llegar a él. Tan solo después de unos pasos y a pesar de la senda arboleada, comienzo a notar pequeñas gotitas de agua que brotan por encima de mi labio superior gracias a los fuertes rayos del sol y a que voy caminando con cierta prisa. Espero hayas traído el pañuelo que te regaló la abuela porque una señorita como tú, no puede andar así. Hago caso omiso de su comentario mientras busco el pañuelo dentro de mi bolsa. Trato de resistirme por un tiempo pero, siento su mirada aún más desafiante y termino limpiándome el sudor a regañadientes y sin mirarla. Ganó. Ganó como siempre. Inconforme, sonrío a medias mientras guardo el pañuelo mojado.

       Al fin logro vislumbrarlo: un tapete rojo, infinito. Me emociono y apresuro el paso; también lo hace ella. Te dije que no, Virginia. Te he dicho que no. Nunca le gustó que corriera así que, lo hago a propósito y para provocarla. Sin dejar de correr, me quito el saco, los tacones y las medias, y arrojo mi bolsa junto a ellos. Nunca me había sentido así, tan libre, tan dueña de mí misma, desafiándola a ella y al mismo tiempo, a mí. Comienzo a adentrarme en él y parece como si estuviera en un cuadro de Monet. Miro de reojo y no la veo. Con incertidumbre, las acaricio con cuidado; parecen frágiles y no quiero hacerles daño. Me detengo a mirarlas a detalle: acaricio sus tallos vellosos, sus pétalos corrugados que asemejan un papel fino, casi transparente; son de un rojo precioso, brillante, excitante. Todas tienen curiosos botones negros en el centro, lo que me hace pensar que, así como ellas, todos tenemos una especie de “botón negro”, esa partecita oscura inherente que nos complementa y que no resta en belleza, sino más bien, la resalta. Sigo caminando y adentrándome más y más perdiendo toda noción de tiempo y de distancia.

        Creí que esa sensación de felicidad sería interminable, pero no es así. Tras años de un anhelo incesante, estaba por fin dentro del campo de amapolas que tantas ocasiones vi y que, sin mayor explicación, mi madre me prohibía visitar. Se llaman papaver rhoeas y no debes de tocarlas por ningún motivo. Cuando tomo conciencia de ello, me invade una melancolía que cierra mi garganta y agita el corazón. Empiezo a buscarla con desesperación y me doy cuenta de que ya no la veo ni la escucho. Comienzo a sentirme mareada. Angustiada, lloro… lloro mucho. No pude hacerlo hace dos semanas, cuando falleció y no porque no quisiera, sino porque no pude. Ahora no sé qué hacer con todo este amor que es de ella y lo único que quiero, es volver a verla y escucharla como hasta hace un rato. Hay un silencio inquietante que recién percibo; no hay pájaros, no hay viento; solo el sonido de mis pies rozando la hierba crecida. El mareo se intensifica. Esta quietud me exaspera; supongo que así será la vida sin ella, sin mi madre. Con los ojos apesadumbrados, logro apenas distinguir un halo azul que se aproxima. Son pocas las fuerzas que tengo pero aún así, arranco la amapola más larga a mi alrededor. Ustedes también han arrancado flores, así que no me juzguen. El halo pesado celeste, asciende y me abraza; no me resisto por el miedo y me dejo llevar.

 

Despierto con la voz de mi padre a lo lejos gritando mi nombre. Me siento liviana, frágil. Toda la angustia y la tristeza se han ido. Veo a las otras amapolas tan altas como yo. Escucho pasos ensordecedores que se acercan con rapidez. Aquí está el sombrero y su ropa. Veo a mi padre mucho más grande que las demás flores, inalcanzable. Un gigante que mira con extrañeza mis cosas. Quiero hablar y no puedo. No puedo moverme por voluntad propia, no puedo hacer nada. Hay que seguir buscándola. Ahora lo entiendo todo.

Mónica Castro Lara

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