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Xadeni Escalante Contreras

Cine en Nueva York

Un pequeño cráneo asoma su faz al rojo vivo entre las piernas abiertas de una mujer.  Las señoras orbitan a su alrededor con toallas y otros utensilios metálicos para elaborar un parto delicado e imprevisto. La inminente llegada del sietemesino llena la casa de angustia y fobias de la limpieza. Afanosas friegan los pisos, hierven los trastos, tallan y lavan la ropa, con una pausa ocasional incorporan la cabeza de la mujer a ratos desfallecida. Van y vienen, con pocillos de metal rebosantes de agua fresca, rezando entredientes para que ceda la fiebre. El castañeo de muelas forma un siseo a lo bajo, inaudible para el oído humano, opacado por el lastimoso grito. La más vieja lleva un turbante ceñido con tal fuerza que infunde temor a las otras mujeres. Ellas maniobran ágiles de aquí para allá con los trapos, ungüentos, bolsas de té, entre sus manos casi curtidas. En medio de la sala está ella, suplicante. Alrededor de una cama estaban dispuestos almohadones de plumas para su mayor comodidad. No ha parado de gemir y desmayarse. La vieja está sentada a sus pies, atenta a la dilatación. Exige silencio para pensar. Reúne a las demás en la cocina. Se asustan, ¿por qué razón perderían el tiempo todas reunidas  junto a la estufa? Las buenas y las malas noticias, las importantes, todo asunto de vida o muerte en general, se resuelve en la cocina. 

 

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Se preguntó cómo sería el Nueva York de los años treinta fuera de  las  imágenes imprecisas del google académico. Dio un vistazo general a la séptima avenida; recorrió Central Park, el museo de historia natural y la biblioteca pública, donde hacia los años ochenta, un servicio de investigación y eliminación paranormal denominado los Ghostbusters, realizaría una de sus tantas pesquisas con muchas tomas de la Big apple. Para el dos mil cuatro, en The Day After Tomorrow, esa misma biblioteca sería refugio para Sam y sus amigos ante el catastrófico cambio climático.  Lo que la llevó en busca del departamento de otro Sam, la pareja fantasmal de Molly en Ghost de los noventa, ubicado en Prince Street, donde ahora existe una tienda Louis Vouitton. Se dirigió a 71st Street en Manhattan, departamento de Holly Golightly protagonista en Breakfast at Tiffany 's. Dudó un instante que el edificio fuera de 1910 como rezaba el artículo. Los viajes en Google Earth la decepcionaban. Cada que hacía un paseo, imaginaba cómo olerían esos lugares, cómo estaría el clima, qué ruidos habría alrededor. Con el cursor temblando no podía hacer otra cosa que arrastrarse por la superficie de la pantalla. ¿Cómo sería recorrer los espacios dónde se han recreado tantas historias?, ¿sería necesario pisar Nueva York para conocerlo?, ¿no lo conocía lo suficiente desde el sofá, dentro de los multiversos de la ficción? Supuso que ir sería más doloroso que no conocer la Big apple. ¿Cómo se explicaría al llegar que nada de eso existe? El street view tartamudeaba sin conexión cada fracción de segundo. Quiso visitar el Palace Theatre cuando la pantalla oscureció y sólo encontró su reflejo. Al pensar en Nueva York de los años treinta, sintió una punzada a la altura del esófago. No podía conocer el pasado de la misma forma que ella conocía la ciudad de Nueva York. Nueva York existía desde que ella era niña, la había visto en películas. La Wiki no reconstruía el pasado con todo y sus hipervínculos; los historiadores, en general, eran guionistas muy mal pagados.

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Salió del Spanish-American institute en 35 street, a lado de un Café Metro, que a su vez estaba junto al Jack Doyles Irish Pub, donde siempre se citaba con los colegas del trabajo: otros maestros de Español, como ella, cansados de escuchar la R detrás de la lengua. Prendió un cigarro de camino al Palace Theatre se preguntó si debía teñirse de rubia como lo aconsejaba Tina, con la súbita autoridad que otorga a ciertas mujeres estar entre los cuarenta, para inmiscuirse en la vida privada de las más jóvenes; tal vez no sería mala idea, pensó. De acuerdo con Tina, su piel era lo suficientemente clara para conseguirse un marido en Estados Unidos. It 's easier that way, honey. I mean, if you wanna write poems… En el momento el comentario de Tina le pareció de mal gusto, pero ahora que iba rumbo a su segundo trabajo, que consistía en vender golosinas y ocasionalmente fregar la alfombra, no sonaba tan mal. Also, you' re  kinda cute, le había dicho Tina. ¿Existían esposas con doctorado, cubiertas en todas sus necesidades? 

 

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La anciana sentenció que no podía esperar más. Las mujeres salieron de la cocina dispuestas a desafiar la muerte con sus manos. Rodearon a la mujer, la cogieron de los brazos, le aseguraron el vientre; todas expectantes a que la vieja diera la orden para ejecutar el parto de una mujer sin marido. La vieja encontró la gran fauce a punto de ser desgarrada. Forzó la entrada de sus manos en el túnel, precipitando una fuerte oleada de dolor a la mujer que un minuto antes dormitaba. Despertó fuera de sí, el cuerpo se le arqueó; tardó unos minutos hasta serenarse en posición de estrella de mar. Al encontrarla quieta, la anciana bajó la guardia. De pronto, volvió del sueño, y encestó una patada en la boca arrugada y pestilente de la vieja, que no tuvo paciencia ni piedad ya con la dentadura maltratada. Emitió una convincente orden que a las mujeres no les dio tiempo de meditar e hicieron lo que les mandó: la golpearon, arrojaron patadas, unas descalzas, otras con las puntas de sus zapatos. Ignoraban, la mayoría, que golpear a una parturienta, madre inminente de un bastardo, no iba remediar el pecado; mucho menos sobrevivir. La vieja, esa mujer ostentosamente fuerte, no pudo contenerse ante el impulso de golpear a quién le había rematado los dientes que su marido hizo confeccionar desde los Estados Unidos. Pero eso nadie lo sabía, mucho menos la muerta.

 

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Volvió a cargar la página tras escribir nuevamente la dirección. Visitó el Museum of Modern Art (MoMA), situado en el Midtown de Manhattan, en 11 west 53rd street, entre la quinta y sexta avenida. Entró en una visita virtual. Deambuló alrededor de Van Gogh, Piet Mondrian, Pablo Picasso, Salvador Dalí, Jackson Pollock, Andy Warhol, hasta llegar a  Edward Hopper, pintor estadounidense que de inmediato atrajo su atención por sus paisajes urbanos, la mayoría, ambientados en Nueva York. Eran pinturas que representaban escenas in media res de la vida privada y cotidiana de personajes en un ambiente de desolación y aislamiento, por lo general, introvertidos o abstraídos del mundo, espectadores y voyeristas. Edward Hopper era la clave para entender sus propias angustias. 

 

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Gabriela Mistral. El maniquí del escaparate de una tienda de moda atrajo su atención, estaba embutido en un traje sastre color arena. Lina Meruane. Consistía en una falda de tubo que exaltaba las caderas de un cuerpo de fibra de vidrio talla cero y un saquito fino con hombreras. Junot Díaz. Se alineó en el reflejo del cristal localizando su rostro y hombros a la altura de los del maniquí de modo que pudiera mirarse dentro de ese cuerpo ilustre. Seguro un pedazo de esa tela valdría más de dos meses de salario. Pasó de largo el Hard Rock Café antes de dar vuelta a la izquierda en 7th Avenue. Valeria Luiselli. Un aire helado la golpeó al llegar a la esquina, sintió una punzada en el brazo malo que le dolía con las bajas temperaturas. Iba repasando en desorden la lista de siempre: Gilberto Owen, Álvaro Enrigue… ¿Heart NYC hair salon? ¿Por qué no la había visto antes? Entró. Dos urracas arriba de los cincuenta que reían con los pies remojados en tinas, guardaron silencio al verla entrar y clavaron la mirada en sus revistas de belleza prototípica. Decidió sentarse en la silla del fondo, para no llamar la atención, y abrió un libro que llevaba en el bolso. Pensó en Tina, ¿se había burlado de ella o la estaba aconsejando? Le dio vueltas a la idea, una y otra vez, pero no recordaba el tono exacto de sus palabras. Urraca 1 murmuró algo al oído de Urraca 2. Urraca 2 soltó una risilla estirada para no arrugarse. Urraca 3 entró a la escena y exclamó en voz alta a la estilista: baby, take care of your magazines, some people can't afford to buy toilet paper. Todas rieron a carcajadas. Your turn, le dijo la estilista. Ella se sentó en la silla disimulando las ganas que tenía de llorar; teñirse de rubia frente a esa audiencia era un suicidio, así que le pidió, en inglés, que le cortara un poco las puntas. La estilista asintió y volteó a mirar a las otras. Ella no se dio cuenta, tenía la mirada clavada en las páginas de su libro cuando la peluquera le pasó la rasuradora a la mitad del cráneo. El cabello cayó sobre su lectura, ella, en un reflejo natural, volvió la mirada al espejo: tenía rasurado el riel que va desde la frente hasta la nuca. Salió corriendo, y a empujones. Cuando llegó al trabajo aún reverberaban las burlas en sus oídos.

 

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Había cruzado la frontera con naturalidad inverosímil. Se hizo de un trabajo en una lechería y empezó un amorío con una mujer más joven. No del todo librado de la culpa, recordó a su esposa desdentada viviendo en un pueblo chico de México con el presupuesto insuficiente para arreglarse las muelas y otros dientes caídos. Juntó un dinero, hacia el  final del primer año, lo justo para regalarle una dentadura elegante, de acuerdo a sus estándares, y se la mandó. 

       Asesinarla no era parte del plan, sino una desviación grotesca e impulsiva por parte de la vieja, que no había tenido tiempo de procesar el duelo de su marido, quien murió a fuerza de garrotazos en un callejón en manos de un oficial de la ICE. No del todo irreparable, la bebé nació sana con un brazo roto. 

 

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Ella, que no era muy dada a hacer nuevas amistades, optó por recluirse en la lectura y escritura de versos, también a viajar por el mundo virtual sin fronteras. Durante sus primeros años de universidad, tenía una mejor amiga con la que compartía la costumbre de mandarse fotos cada vez que compraban ropa interior nueva, en afán de empoderamiento femenino. La amistad se enfrió poco a poco y sin razón. Pronto circularon las imágenes, exclusivamente las suyas, por toda la universidad. Aparecieron los memes, stickers, y las risitas. Sintió un deseo enorme de abstracción. En ese momento, «New York Movie» atravesó la pantalla. Lo contempló como quien mira un parto; la experiencia en sí la trastornó. En ese entonces, ignoraba las formas misteriosas que tenía el arte para revelarse ante el espectador.

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Era un pequeño cine bien iluminado junto al Palace Theatre. Las cortinas despedían un aroma a polvo concentrado desde 1939. El ambiente general olía a cloro y humedad. Ella se ocupaba de vender golosinas y popcorn enfundada en un traje tipo overol con una franja roja a los costados. My god, what just happened to you?, le preguntaron al llegar. Con suerte, su jefe guardaba en un baúl las cosas que tiraban por ahí los trabajadores del Palace Theatre. Era un señor medio gordo, medio calvo, medio inteligente, mediocre en general, que conservaba un corazón intacto para el teatro; le tendió una peluca amarilla, que ella aceptó con vergüenza y agradecimiento. Los jueves a las cuatro sólo los jubilados iban al cine. Vendió tres cajas medianas de palomitas a tres hombres que se sentaron juntos en la hilera derecha pegada a la pantalla. Imaginó que deberían estar sordos o medio ciegos para escoger las peores filas. El resto estaba vacío. Decidió ver la película desde los asientos del fondo: seis mujeres golpearon a una embarazada durante el parto; la bebé nació con un brazo colgando en el abismo. Se levantó y  fue a recargarse a la pared de la entrada. Se obligó a pensar en una lista. Películas hollywoodenses que vio de chica, ambientadas en la Big Apple: Ghostbusters, Manhattan, Breakfast at tiffany 's, Ghost, When Harry Met Sally…

Xadeni Escalante Contreras

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Mexicana. Estudia la licenciatura en literatura y creación literaria en Casa Lamm. Ha publicado en diversas revistas electrónicas. Se dedica a la difusión de la cultural. Integrante del equipo de Poéticas marcianas.  

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