Santiago Consejo Sánchez nació en la Ciudad de México en mayo de 1998, cursó todos sus años de preescolar, primaria, secundaria y preparatoria en el Colegio Garside y hoy estudia literatura y creación literaria en el Centro de Cultura Casa Lamm.
Santiago Consejo Sánchez
Bioma
Hace muchos años llené una cubeta de madera con agua, tierra, hojas secas y una manzana a medio comer. La dejé en una esquina del patio de mi casa, junto a la coladera. Como no era ningún estorbo para nadie, permaneció ahí sin que nadie le prestara atención durante varios meses, creciendo y cultivándose.
Me pasaba los días arrodillado junto a esa cubeta, revolviendo el agua de vez en cuando con una rama, esperando a que las aves e insectos se acercaran a comer, viendo cómo las moscas se perseguían unas a las otras apenas a un par de centímetros sobre la superficie. La cubeta se encuciaba más cada día; los pájaros que se acercaban a tomar agua dejaban su firma blanca embarrada sobre el musgo de las orillas: un manjar para los otros insectos. En retrospectiva, no entiendo cómo no me daba asco.
Cuando pasaba mucho tiempo sin llover, la superficie del agua se cubría por una fina capa de polvo en que yo dibujaba caritas felices que desaparecían casi de inmediato. Fue uno de esos días cuando me encontré con unas alimañas a las que ni siquiera puedo llamar «peces». Eran color café, con forma de óvalo, sin cabeza que yo pudiera distinguir, y se movían de un lado a otro impulsándose por decenas de patas minúsculas. Si tuviera que ponerles un nombre, las llamaría «cucarachas de agua».
Todos los días, me asomaba al agua para ver cómo cambiaba el entorno de esas alimañas. La cubeta se volvió un pequeño mundo que funcionaba por sí mismo. Yo quería saber cómo reaccionarían los animales ante diferentes condiciones; moví la cubeta de lugar para ver cómo se alteraba su interior. Mi pequeño experimento dio resultados: cuando el sol calentaba la cubeta, se inquietaban. Cuando las hojas de los árboles caían al agua, comían más y su número aumentaba
Nunca las consideré como mascotas, sino como un fenómeno para ser observado y estudiado. Por eso cuando uno de los bichos flotaba inerte a la superficie –cosa que pasaba muy seguido–, yo no lo tomaba. No me importaba enterrarlo, ni llorarle, ni llevar a cabo ningún tipo de despedida. Su cuerpo era un elemento más que alimentaba al resto de aquel pequeño mundo. Claro, a esa edad yo no pensaba de una forma tan estructurada; simplemente me sentía alegre porque las cosas seguirían sucediendo.
Pero el ciclo llegó a su fin. Sin que yo me diera cuenta, la madera se había estado pudriendo poco a poco. Tal vez era demasiado vieja, o tal vez el agua sucia de mi pequeño bioma la había gastado demasiado. Quizá fue un accidente. No lo sé. Un día encontré la cubeta seca, con un costado roto y los cuerpos de los bichos arrugados bajo el sol. Solamente uno se movía. Me sentí extraño. Pensé en recogerlo, llenar otra cubeta y devolverlo al agua, pero no lo hice. Me arrodillé para observarlo y ser testigo de la última muerte de ese pequeño mundo. ¿Sádico? No, no era nada tan cruel. No lo disfruté; no satisfizo ninguna clase de curiosidad científica. En ese momento no lo entendía, pero ahora creo que ésa fue mi forma de mostrar respeto. Sí, puede que no le haya dado ningún entierro, puede que no le haya llorado, pero necesitaba ser parte del final di mi bioma, pues yo le di un principio. Al día siguiente tiré la cubeta a la basura, sin limpiarla.