Por Juan Andrés Rodríguez
Bruno Noreña meditó varias formas de morir antes de lanzarse a las vías del metro de Ciudad de México ese sábado 8 de octubre a las 8:18 de la noche. Junto a su cama, encontraron una montaña de libros sobre deportistas que se habían suicidado. El primero del montón tenía como protagonista a Robert Enke, portero de la selección alemana de fútbol; el 10 de noviembre de 2009, Enke se lanzó a las vías del tren.
Silvia Erdez, única interesada en reclamar los restos de Bruno, no tenía idea de los planes de su corrector de estilo. En ninguna de las conversaciones que sostuvieron a lo largo de dos años —dedicados a la tesis doctoral en literatura—, Silvia intuyó algún deseo suicida. De hecho, cuando la prensa le preguntó por el corrector inmolado, ella respondió que jamás conoció a un extranjero con tantas ganas de triunfar en la capital mexicana.
Bruno era bogotano. Tenía 33 años y se alegraba de sobrevivir al club de los 27, aunque no tuviera ni una pizca de la fama de Janis Joplin o Kurt Cobain. Llegó a los 28 a México con su esposa, quien lo abandonó un año después y no aparece con nombre aquí, no quiere saber nada más de ese cafre hijueputa. Fue ella la encargada de entablar amistad con todos los vecinos, lo que complicó la vida de Bruno por un tiempo: todos la querían y a él lo soportaban.
Donde sí logró establecer amistades fue en las librerías que frecuentaba. Allí conoció a Silvia y al poeta que lo animó a publicar su único libro: Bolillo y mogolla; una antología de poemínimos útiles para el susto y el hambre. Gracias a esas páginas conoció otras ciudades de la república y disfrutó de innumerables cocteles poéticos.
La organización del concierto de una banda colombiana en un pequeño bar del centro de Querétaro fue uno de sus dos lances fuera del mundo de las letras. El otro fue la poco exitosa venta de camisetas estampadas. Parlantes, la banda en cuestión y la favorita del suicida, vino por invitación exclusiva de Bruno que invirtió todo lo ganado con su libro. La noche fue un éxito: recuperó todo el dinero, sin ganancias.
Solo su expendedor de plátanos verdes supo de sus intenciones suicidas. Ocurrió un domingo, cuando fue por su habitual pedido para preparar patacones. Lalo no pudo cumplir con su parte: uno de sus empleados no cargó los frutos verde esmeralda; nadie sería tan pelmazo de consumirlos así, pensó. Bruno se despidió de Lalo con un lacónico ya no hay razón para quedarme.
Además de las notas de prensa sobre su suicidio en la recién reinaugurada Línea 1, dos acciones reavivaron su nombre: 1. La inclusión del nombre de su libro en varios artículos promovió la venta entre estudiantes de escritura creativa y apreciación literaria. 2. En las notas a pie de página de la tesis que estaba trabajando para Silvia, le confesaba su amor con la inicial de cada apartado; un truco que aprendió en Los Simpsons.
Esta nota de suicidio fue su último escrito. Lo hizo con la intención de atar tantos cabos como le fuera posible y evitar preguntas estúpidas de los reporteros encargados de su muerte. También para develar el mensaje oculto de la tesis y pedir que sus restos fueran repatriados a Colombia con el dinero que guardaba en las páginas de su montón de libros. El libro de Robert Enke tenía varios billetes de 100 pesos y un sobre con este texto.
Juan Andrés Rodríguez (1989). Periodista y escritor colombiano. Ha colaborado con revistas como Cartel Urbano y Meer (en su versión en español). Cazador de libros deportivos o #LIBR05. Cursa la Maestría en Apreciación y Creación Literaria de Casa Lamm.
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